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Maternidad Post parto Ahora somos tres.

Ahora somos tres

Eran sólo dos. Uno para el otro y en un divino viceversa se les pasaba el tiempo libre que les dejaban sus actividades ¡y ese era todo el tiempo del mundo! Les rendía para consentirse, quererse, amarse, jugar, cocinar, ponerse bonitos, salir con los amigos, visitar a la familia, planificar, redecorar la casa, dormir, en fin... eran sólo dos con todo el tiempo del mundo. Entonces llegó el día y nació el bebé...

Por Ana Black 



Perder aquella cintura que su tía, siempre risueña, llamaba "breve"; ver abultarse, semana a semana, mes a mes, ese vientre plano, planísimo logrado a fuerza de agotadoras sesiones en el gimnasio; presentir ese ensanchamiento de caderas que su abuela -tan apocalíptica en sus vaticinios- le predijo sería para siempre; todo, en ese momento, era nada. Todo quedaba felizmente compensado por la dicha máxima de saber que aquellas divinas deformaciones de su cuerpo las ocasionaba el crecimiento de su bebé en su barriga. Todo era hermoso porque cada abultamiento, cada mancha, cada aumento significaba que allá adentro todo iba bien.

Entonces pensaba en lo fácil que es pasar del concepto hijo a la imagen de bebé y sin mediar ideas más profundas venían las fantasías: ella feliz pariendo a su bebé; ella feliz amamantando a su bebé; ella feliz bañando, paseando, durmiendo a su bebé y sobre todo ella felicísima y bella luciendo su bebé ante el mundo.
Y lo haría así como lucía ahora su barriga, con esa sonrisa que sus cuñadas -tan urticantes a veces- llamaban ya "el gesto pegado" y que para ella hasta comenzaba a sonarle cierto porque, por más que lo intentaba, le era imposible dejar de sonreír. Pero ¿cómo lograrlo ante tanta felicidad?
No había en el mundo mujer más bella que ella.

Se sentía así para el mundo entero y estaba
convencida que todos, hombres y mujeres por igual, no podían evitar voltear a verla porque representaba una estampa total y absolutamente hermosa. Su mamá -lapidaria en sus opiniones- sostenía que esa atención que le dedicaban los transeúntes se debía más bien a los colorinches que escogía para vestirse, los cuales, incorporados al volumen, hacían una combinación difícil de esquivar.
Tampoco había en el mundo mujer más sensual que ella. Se sentía así en especial para su marido -tan bello, tan querido, tan amado el papá de su bebé- Se veía en el espejo y se encontraba, además de bella, por supuesto, voluptuosa, incontrolablemente voluptuosa, y en muchísimas ocasiones -tantas que lograrían sonrojar a la familia entera- llegaba a mostrarse, más que sensual, lujuriosa y descocada. Así se lo hacía sentir a él, tan querido y tan amado -Y de que manera, decía él.

Eran sólo dos. Uno para el otro y en un divino viceversa se les pasaba el tiempo libre que les dejaban sus actividades ¡y ese era todo el tiempo del mundo! Les rendía para consentirse, quererse, amarse, jugar, cocinar, ponerse bonitos, salir con los amigos, visitar a la familia, planificar, redecorar la casa, dormir, en fin... eran sólo dos con todo el tiempo del mundo.

Entonces llegó el día y nació el bebé. Era (el bebé, porque ya el parto fue otro asunto) como lo habían soñado: redondito, rosadito, pequeñito, precioso y, por encima de todas las cosas, un santo. -Es un bendito hermana, no hace sino dormir. -Aquí en la clínica será- murmuraron al unísono y por lo bajito la tía risueña, la abuela apocalíptica, las cuñadas urticantes y la madre lapidaria, todas fogueadas en más de un nacimiento.

Con la misma disposición a ser admirada abandonó la maternidad como una reina. Cómodamente sentada en su obligatorio trono de ruedas. Salió como tantas veces había fantaseado, oronda con su angelical bebé en brazos y resguardados ambos por un orgulloso y amorosísimo hombre quien no tenía más ojos que para su ya crecida familia. Ahora, le dijo íntimo al oído, somos tres.

Caminando como chencha por un punto que, decía ella, había quedado como prensado, hizo entrada triunfal a su casa. La escoltaban, además del insigne cónyuge, la tía, la abuela, las cuñadas y por supuesto la madre. La agarraron, la acostaron, le quitaron al santo bebé, prepararon un caldito, conversaron, se tomaron un cafecito y se fueron, no sin antes darle los últimos consejos de la jornada.

Al rato el bebé lloró y tardó casi hora y media en consumir su ración. Anotó hora, lado y tiempo invertido en la faena. Cambió el pañal, limpió culito y organizó el cuarto. Acompañó a su amor a comerse un plato de caldo y se acostaron a dormir. Poco tiempo después el santito lloró de nuevo exigiendo lo único que a esa edad piden: comida, así es que caminando todavía más choreta porque, insistía, ese punto como que era de cruz, cumplió con su misión (anotaciones incluidas) esta vez un poco menos convencida porque ya sus pezones comenzaban a resentirse.

Tardó un poco el bebé en botar los gases, de manera que para cuando lo depositó en la cuna habían pasado ya dos horas desde que había comenzado este turno alimenticio. Otros tantos minutos le llevó contarle al semi dormido padre cómo había sido todo y convencerlo de que no era necesario que se levantara con ella, total...

Minutos más tarde -pero si ya pasaron dos horas, dijo el padre, sintió de nuevo el llanto de su hijo y comenzó todo otra vez, sólo que ahora llegó a la cuna renqueando por culpa de aquel punto rebelde. Finalizado el acto de la lactancia a las seis y media de la mañana comenzó el día. Despachó al esposo para el trabajo, organizó cuarto, le dio la bienvenida a la solícita familia, dio pecho, recibió visitas, alimentó a su hijito, medio almorzó antes de volver a dar pecho. Intentó dormir una siesta pero llegaron la presidenta y la tesorera de la junta del condominio a traer sus saludos en nombre de los inquilinos del edificio, ceremonia de la cual éstos como que no se enteraron porque pasaron el resto de la semana yendo a conocer al bebé por cuentagotas.

Así pasó una semana y otra y otra. Con sus pequeñas variables, sus días y sus noches se convirtieron en un constante descubrirse el pecho, hacer anotaciones que ni ella misma entendía, despachar al marido para el trabajo, recibir visitas, oír los consejos de la risueña, la apocalíptica, las urticantes y la lapidaria, recoger cuarto, lavar ropita y -entre gases y cólicos- dormir cada dos horas muy poco, casi nada.

Un día, pasadas tres semanas y ya con un control más o menos preciso de la rutina, tuvo tiempo de mirarse al espejo después del baño. Ese día lloró tanto como no lo había hecho desde que le robaron la bicicleta a los cinco años de edad. No había cintura, no existía el vientre plano, planísimo. No había siquiera aquella piel tersa y brillante como acabadita de aceitar. Sí había en cambio unas ojeras que le llegaban al ombligo, unos pechos descomunales e irritados, una caderas enormes que abarcaban todo el espejo aún tomando distancia y una piel... ¡Ay que horror! Y siguió llorando.

Esa misma noche llegó él, el papá de la criatura, insinuante, amoroso como en sus mejores tiempos, cargado de flores y armado con aquella sonrisa que siglos atrás a ella la perturbaba y le vaticinaba momentos siderales. Esta vez el efecto fue completamente contrario. Recordó el espejo y arrancó de nuevo en llanto profundo. Pensó en su cansancio y se desbarató en hipidos desconsolados. Calculó las horas que llevaba sin dormir corrido y no hubo consentimiento, ni halago, ni cariño que la hiciera cambiar de opinión.
Sólo atinó a decirle en un suspiro antes de caer profundamente dormida: Es que antes, mi amor, éramos dos.


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