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Padres supervisores de la educacion

EL ROL DE LOS PADRES COMO SUPERVISORES EDUCATIVOS
Adrián Liberman L.
Psicólogo Clínico

Las crisis pueden sacar lo peor de cada cual, pero también lo mejor. Las erráticas convulsiones del actual gobierno en cuanto a las disposiciones educativas son un claro ejemplo de lo anterior.

El polémico decreto 1011 y la renuencia del ministerio de Educación en cuanto a controlar la calidad de los libros de texto que se usan a nivel de primaria y bachillerato, han hecho que más de un padre se alborote y haya decidido tomar cartas en el asunto.

Hoy en día, padres que jamás revisaron un texto escolar o que delegaron en el colegio la función de administrar conocimientos, se interesan y cuestionan la calidad de los contenidos que sus hijos estudian. Y esto es beneficioso, aunque se nutra de la angustia que para muchos significa dejar a sus hijos a la deriva de las disposiciones oficiales.

Cabe así preguntarnos por la disociación, la separación que muchos padres consideran que existe entre el hogar y la escuela. Si se interroga a muchos, dirán que cumplen con su deber en cuanto a que envían a sus hijos al colegio, cancelan las mensualidades y asisten a uno que otro acto festivo.

Sin embargo, el tema de la responsabilidad ante la educación y ese complejo concepto que es la calidad de la enseñanza ha sido hasta épocas recientes una función que correspondía al plantel docente y, si acaso, a algunos miembros de las juntas de representantes.

Lo interesante de los eventos antes mencionados es que pone de relieve lo disfuncional que puede resultar el creer que el escenario familiar y el educativo formal no tienen puntos de contacto y de mutua influencia.
Así, ha sido frecuente encontrarse con padres que pueden manifestarse preocupados porque consideran que sus hijos reciben influencias nocivas en su transitar por el sistema educativo, o que la transmisión de valores éticos y morales es insuficiente, pero que creen que con la denuncia de la situación les basta.
El desafío radica en que la escuela es una construcción social, una necesidad de la cultura pero que refleja necesaria e inevitablemente a las familias que componen el contexto en la cual la educación se inscribe. El sistema educativo responde a la necesidad de proveer al individuo de un marco de interacción más amplio y distinto al estrictamente familiar.

El ser humano tiene que lidiar constantemente con la tendencia a aglutinarse en pequeños grupos versus la noción de que el mundo es “ancho y ajeno” y que la individualidad está necesariamente incluida en formas de asociación más amplías.

En contra de esta realidad, hay fenómenos preocupantes hoy en día, tales como algunos grupos en los Estados Unidos que promueven que los niños sean educados solamente por sus padres y que se les exima de asistir a las escuelas para así “inmunizarlos” de influencias indeseables o de choques culturales.

El problema de esta propuesta está en que priva a los pequeños de la experiencia de intercambiar con otros niños, de ganar y perder amigos y de aprender las cosas buenas que tiene el mundo externo.

Nociva es también la actitud contraria, la de los padres desconectados e indiferentes, que creen que en el colegio deben resolverse las cosas que no se elaboran en la familia.
El rol de los padres, en términos ideales, es el de un supervisor educativo amoroso y concernido, que va más allá del simple chequeo acerca de si los hijos han hecho o no la tarea.
Los progenitores están en la obligación de proveer a los hijos de un marco de pensamiento crítico ante la realidad que se les presenta. Esto vale para los libros de texto, especialmente cuando circulan tantos que contienen ideas que incitan al odio o a la ideologización absurda, sino también a la exposición que tienen los jóvenes a los medios de comunicación, especialmente la televisión y la Internet.
Como lamentablemente aún ninguna coalición de padres es lo suficientemente poderosa como para presionar a los medios para que eliminen programas que se ceban en la miseria del prójimo, el ver esos programas colectivamente y criticarlos, puede ser un arma poderosa para crear en los más jóvenes la idea de que existen otras cosas mejores.
Si en una familia se cuenta con un foro de discusión, con padres dispuestos a escuchar y a estimular a sus hijos a pensar críticamente lo que el mundo ofrece, sea a través de los medios o de los textos escolares, la posibilidad de que lo peor halle eco en las mentes juveniles queda por lo menos, minimizada.
Que se dirá que en contra de este propósito conspira el ritmo demencial de muchas vidas cotidianas no hace mella en la necesidad de implicarse cada vez más activamente en el proceso educativo de los hijos. Grave sería tener que esperar un empeoramiento de la crisis actual para tomar conciencia de lo que siempre ha sido nuestro deber y privilegio.
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