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ALIMENTACION INFANTIL Es que no tengo hambre

Es que no tengo hambrePor Ana Black
Nada peor que un hijo inapetente; nada que haga sufrir más a una madre que un niño desganado; nada más torturante que ver cómo pasan las horas y el plato se mantiene intacto, quizás con un par de bocados menos y la comida, antes calientita, se va enfriando y endureciendo. Pocas cosas tan angustiantes como ver las canillitas flacas y los brazos huesuditos de nuestra hija cuando sabemos que la despensa desborda en comida sana, nutritiva, alimenticia; pocas cosas superan la rabia que da ver al niño del vecino comiendo como un troglodita mientras el nuestro le pone cara de asco a todo aquello que sea masticable (golosinas aparte).

A través de los siglos, las desesperadas madres del mundo nos hemos inventado infinidad de sistemas persuasivos, convincentes, sugestivos y hasta coercitivos en nuestro afán por lograr que nuestro angelito coma aunque sea un poquito más que un fakir, sobre todo para que deje de parecer uno.

Está el popular avioncito (también en versión tren, barco, camión de bomberos o limosina, según sean las preferencias del desganado a sugestionar), ese en el que se toma el cubierto lleno de comida y, mientras se lo pasea por el aire haciendo audaces piruetas, se le dice al pequeño: a ver, abra esa boquita que aquí viene el (avioncito, trencito, barquito, camión de bomberos o limosina).

Hay uno que los psicólogos llamarían "esfuerzo- recompensa" que consiste en ofrecerle cosas como llevarlo al parque, permitirle comerse un helado, jugar con las corbatas de papá si se come estos últimos cinco bocaditos de carne que te quedan el plato.

Está también el truco de disfrazar la comida, mi cuñada le daba a mi sobrino toda la comida envuelta en panquecas, porque eran su delirio y en casa comemos el tomate con azúcar y al plátano le sacamos "el gusanito" porque mi hermana, la mayor, fue siempre tan inapetente que mi mamá hubo de inventarse semejantes artimañas para lograr que la niña comiera algo.

El último recurso -antes del llanto desesperado o la indeferencia definitiva- es apelar a la máxima y más rastrera de las manipulaciones como es usar los afectos del niño para lograr que coma: Esta por tu papi que te quiere tanto; esta por tu abuelito, pobre, que está enfermo; este por tu hermano Miguel. He sabido de madres que, en un extremo arranque de desesperación le han llegado a poner el plato de sombrero al hijo, pero considero que es una medida un tanto desproporcionada, hay que buscar siempre el auto control.

Cuando mi hija tenía esa edad en que a los pequeñines les da por perder el apetito y atormentarlo a uno con displicentes negativas cada vez que se les ofrece algo de comer, padecía, por si fuera poco, de constantes infecciones en la garganta.

Un mes le daba laringo - traqueítis; el otro tráqueo-faringitis; tres semanas después podía sorprendernos con una exótica laringo-tráqueo-faringitis, también tenía sus momentos poco complicados y entonces sólo sufría por una vulgar amigdalitis, de manera que a la inapetencia se sumaba una real, física e indiscutible dificultad para tragar, especialmente esos alimentos que nutren como la carne, el pollo o el coliflor.

Preocupada por su palidez, por las enormes ojeras que lucía y por su inapetencia; desesperada por el tiempo que invertía en masticar y tragarse un minúsculo pedacito de bistec; resistida a usar el regaño (si bien lo que en realidad me provocaba era gritar, gritar mucho y muy fuerte) para obligarla a comer, me inventé un sistema que me pareció que no sólo iba a resultar exitoso, si no la mar de encantador.

Era agotador, exigía un esfuerzo creativo diario y, sobre todo, generaba las más solapadas burlas de toda la familia, desde el padre de la criatura, que se escondía por las esquinas tapándose la boca, hasta las abuelas asombradas y mis hermanas y las cuñadas, siempre brujas socarronas ¡Qué decir de los sobrinos!
Apelando a esa coquetería innata con la que nacemos todas las mujeres y que a los cuatro años -y de manera inexplicable- se encuentra en su máxima expresión, le decía mientras le ofrecía su ración de brócoli, que al comerlo se le pondría el cabello sedoso y radiante, que la melena le crecería tan rápido que en menos de lo que le cortan a uno el teléfono cuando se atrasa en el pago, luciría una cabellera más larga y abundante que la de la mismísima Rapuncel, que ya es decir.

Si era zanahoria lo que le ofrecía, le hablaba de un resplandor especial en los ojos y de una mirada profunda que le permitiría ver quién sabe cuántas cosas maravillosas que quizás nadie, sino ella, podría descubrir; la berenjena la dotaría de una inteligencia brillante, que la haría destacar como una de las niñas más lúcidas de la comarca; el coliflor tenía el poder de hacer que su risa fuera más alegre y sus chistes (sus interminables e incompresibles chistes) mucho, mucho más graciosos; el calabacín tenía la propiedad de darle a la piel de su rostro una tersura tan especial que nadie lo podría a creer y la espinaca, por supuesto, le pondría los músculos fuertes, de manera que sería capaz de hacer todas las acrobacias con la seguridad y destreza de una gimnasta olímpica.

La carne la haría crecer mucho, el pollo cantar afinadamente bien y el pescado nadar con soltura. Por su parte las frutas la harían la niña más dulce y a la vez dinámica que se pudiera conocer.
Así transcurrían nuestras vidas: yo buscando recetas que animaran la comida como si más bien se fueran a presentar en la arena de un circo y ella repitiendo que no tenía hambre; yo explorando libros, consultando con nutricionistas y atormentando al pediatra y ella que no, que no tenía hambre. Así pasaban nuestros almuerzos: yo inventándole virtudes a cada bocado que le ofrecía y ella haciendo mohines que expresaban las pocas ganas de ingerir el alimento; yo devanándome los sesos para convertir cada vegetal en un portento y ella manifestándome con su mirada fija las nulas intenciones de tragarse, no sólo el tomate, si no semejante patraña.

Hasta que un día, mientras yo intentaba hacerla comer remolacha -con el argumento de que sus mejillas se pondrían tan sonrosadas, o más, que las de la propia Blanca Nieves y más nunca más nadie haría comentarios acerca de su palidez- se rebeló. Me miró fijamente a los ojos y me dijo: ¿Y no es más fácil si me pones de ese polvito que tu usas?
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