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SÓLO PARA ABUELOS

SÓLO PARA ABUELOS
Por Ana Black



Equipo Editorial de Mis Niños y YO
Puede ser que los niños nazcan en cuna de oro, que tengan todo lo que necesitan; que crezcan y prosperen en un hogar feliz, estable y lleno de amor, pero si no tienen una, aunque sea una abuela, esa infancia no estará completa. Lo digo con conocimiento de causa. Tuve una infancia privilegiada, conocí y disfruté, fui consentida y complacida por dos abuelas y un abuelo hasta bien entrada mi edad adulta y les digo, fue lo máximo.

Mi abuela paterna vivió con nosotros -padre, madre, cuatro hijos y un perro- toda la vida. Aunque fue una mujer de una prudencia casi alarmante, la pasión por sus nietos era capaz de echar por tierra esta virtud y convertirla en una de las abuelas más alcahuetas que la humanidad haya conocido jamás.

Cada vez que mi papá me castigaba -que no fueron ni pocas ni gratuitas- mandándome al cuarto, aparecía ella, discreta, silente, casi invisible a tocar a mi puerta, entonces me llevaba al suyo donde, entre caricias y chocolates, me hacía contarle al detalle lo sucedido inquiriéndome: Qué hiciste esta vez. La oración no lleva signos de interrogación porque hacía la pregunta con la certeza de que, en efecto, algo había hecho. No era apasionada mi abuela, pero sí muy consentidora. A la pregunta seguía un breve, pero muy breve e inocuo sermón en el que me hacía ver, más que lo incorrecto de mi acción, las incomodidades que me generaban el ser traviesa.

Después venía una observación, hecha como a la ligera: pero a tu papá se le pasó la mano con ese castigo. No importaba la magnitud de la travesura, tampoco que la fechoría hubiera tenido consecuencias nefastas, para ella, toda pena era siempre, aunque merecida, un tanto exagerada.

Mi otra abuela, la materna, era como un suspiro, como una abuela de libro infantil, blanca y mullida. A las nietas nos enseñaba a tejer y a cocinar en las vacaciones y conmigo tuvo siempre una paciencia de santa y una comprensión que sólo una abuela es capaz de ostentar. Una día, cuando estábamos aprendiendo a hacer polvorosas, no paraba de reírse porque las mías, a pesar de que ella misma me lavaba las manos, quedaban grises y bastante deformes, pero ella tuvo la gentileza, cuando la producción completa había salido del horno, de probar primero de las mías, poner los ojos en blanco y decir (para el combo de hermanas y primas que tanto habían gozado a costas mías) en alta e inteligible voz: Perfectas, de las mejores que he comido.

Si era con el tejido, nunca supimos por qué, mis obras en ganchillo siempre quedaban circulares y cóncavas, pero ella -quizás ya rendida ante mi evidente torpeza- me consolaba haciéndome ver que eran perfectas para sombreros de las muñecas. Así es que, con serena confianza, seguí asistiendo a las clases de mi abuela sin importarme los comentarios de las pequeñas cuaimas, porque mis muñecas eran las únicas que cada semana estrenaban sombrero. Era tan consentidora que aún muchos años después, siendo ya todos sus nietos hombres y mujeres con familia propia, nos recibía -a tres, a cinco, a ocho-a almorzar y se preocupaba porque, si había un menú que no fuera del agrado de alguno de los comensales, hubiera algún plato sustituto, de manera que todos saliéramos igualmente satisfechos.

El único abuelito que conocí, a pesar de ser un hombre bastante riguroso, tuvo siempre con nosotros un trato dulce y comprensivo. Su presencia era persistentemente educativa, más no aburrida. Era violinista y tenía una sensibilidad que sólo pudimos comprender y apreciar cuando ya era muy tarde. Nos brindaba unos conciertos hermosísimos que nos dejaban embelesados creo que más por las lágrimas que veíamos en sus ojos que por la belleza de la música que estaba interpretando.

Mi mamá constantemente se quejaba cuando sus cuatro hijos nos acostábamos, de lo más modositos, sobre su cama porque "me horrorizan unas sábanas desordenadas", pero tiene fotos de sus nietos saltando sobre su cama, haciendo tiendas de campaña con las sábanas de su cama y desayunando sobre esa misma cama en sendas bandejas preparadas por ella misma. Esta misma señora, mujer que no conoce aquello del tiempo ocioso, salía con mi sobrino, único nieto para la fecha, a pasear en Metro.

Se montaban en una estación y hacían el recorrido, ida y vuelta, tantas veces como el niño deseara. Podían pasar la tarde entera en eso mientras el chiquillo fuera feliz. Su gran lema es que sus nietos no van a su casa a sufrir, entendiéndose por "sufrir" el que no puedan tomarse un vaso de Toddy diez minutos antes del almuerzo.

Los abuelos paternos de mi hija viven en una pequeña finca ubicada en la costa central. Cuando sus primas y ella eran pequeñas, Abuelita les prestaba sus vestidos para que hicieran elegantes desfiles y nunca le ha pareció cosa de reclamar que lo hicieran arrastrándolos por el patio de tierra. Por las tardes el abuelo sale muy orondo con el ramillete de nietos encaramados todos sobre el tractor a dar un paseo por la vecindad y las únicas veces en que a la muchachada no le atormenta madrugar es cuando escoltan a los viejitos al matutino baño en las aguas termales. Cuando juegan cartas ella les permite, llena de ternura, que le hagan todas las trampas que les enseñó él.

Sólo los abuelos pueden romper las reglas, desbaratar la disciplina y relajar las normas sin que eso signifique el caos. La relación abuelo - nieto es indescriptible e impenetrable. No es asunto de cantidad de amor, es algo que tiene que ver con proximidad, camaradería, relajamiento y diversión. Aunque, ya siendo padres, nos cueste creer que ese par de seres que fueron tan estrictos en nuestra niñez permiten que los nietos "hagan con ellos lo que les da a gana", debemos reconocer que son indispensables.

No sólo prestan el mejor de los servicios cuando se los necesita, especialmente las noches de fin de semana, si no que ofrecen a nuestros hijos esa otra perspectiva de la vida que nuestro rígido sentido de la disciplina nos obliga a obviar, les presentan la verdadera cara de la tolerancia, de la ternura, de la complicidad y del auténtico amor incondicional. Ellos ya no tienen que educar, ahora es todo alegría y diversión, a costa de nuestro propio equilibrio emocional. Pero, viendo hacia atrás ¡que bueno es tener abuelos!
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